sábado, 16 de julio de 2011

Las raíces del miedo a conducir. A uno mismo (1ª parte de 2)

No soy psicólogo ni psiquiatra pero sé que una persona puede sufrir amaxofobia debido a múltiples tipos de traumas que puede haber padecido y que pueden tener, o no, algún tipo de relación con el hecho de conducir. Normalmente, lo primero que pensamos cuando sabemos de alguien que teme conducir, es que ha sido víctima o testigo de algún accidente, o de uno o varios sustos que de milagro no acabaron en él.


Santa Cristina de Lena
(Arte Prerrománico Asturiano)
Opino, sin embargo, que los casos mencionados ocupan tan solo un pequeño porcentaje entre el total de personas que tienen miedo a conducir. Son la punta del iceberg, y como ya dije, mi falta de conocimiento me impide todo comentario al respecto.
Sostengo, no obstante, en base a experiencias ajenas y la propia -más de tres décadas enseñando a conducir- y excluyendo los casos mencionados que hay un porcentaje muy elevado y claramente por encima del cincuenta por ciento e in crescendo, de personas que conducen con miedo.
Ese miedo suele empezar a manifestarse en la autoescuela, incluso entre personas que antes de llegar a ella carecían de síntoma alguno del mismo, al menos conscientemente. Y es tan curioso como frustrante que, generalmente, se salga de la misma sin haber aprendido a conducir sin miedo, lo que no hará más que acrecentarlo en proporción geométrica cuando uno ha de enfrentarse a conducir solo inmerso en el tráfico.
Estos casos tienen dos raíces, su miedo bebe de dos caudalosos ríos, ambos con distintos afluentes: Uno mismo y los otros.
Cuando una persona decide “sacarse el carné”, literalmente es esto lo que piensa. No piensa en aprender a conducir. “¿Aprender? Se aprende luego, conduciendo.” Lo he oído miles y miles de veces. El paso por la autoescuela se vive como un carísimo y enojoso imperativo legal que en realidad no es tan imperativo, se puede sacar el carné por libre pero casi nadie lo hace, muchos argumentan que no lo sabían pero yo siempre lo he dicho a todos los alumnos y a algunos de sus padres y sin embargo ni uno solo optó por hacerlo de este modo.
El caso es que el alumno llega engañado a la autoescuela -como les he dicho infinidad de veces a mis alumnos- por la sociedad, el ambiente, los medios de comunicación, la publicidad, los amigos, la familia... y por él mismo. Y todos ellos en distinta proporción y responsabilidad alimentan y transmiten la mentira ad aeternum.
¿Qué ocurre cuando uno se ve sentado por primera vez a los mandos de un coche? Que de repente esa máquina -en la que uno ha viajado desde antes de nacer, en el vientre de su madre, tan familiar y supuestamente conocida- se transforma en una suerte de OVNI fruto de una civilización que nada tiene que ver con la nuestra en cuanto intentamos hacer algo con ella. Y no exagero, pero casi nadie lo reconocerá jamás, salvo a su profesor y en pleno fragor de la batalla; éste, por supuesto actuará, y así debe hacerlo, como un buen cura ante un secreto de confesión.


Si nos esforzamos, hasta se deja querer.
A partir de aquí las clases de coche se convierten en una montaña rusa de sensaciones y sentimientos encontrados y de quiero y no puedo; el alumno descubre. Porque lo descubre. Que esto de sacarse el carné, de puro trámite no tiene nada. Descubre, más bien toma consciencia, por fin, de que puede hacerse y hacer daño; descubre con horror que sus padres no saben conducir o lo hacen muy mal... Descubre que debería aprender de verdad y no ir a examen sin la suficiente preparación ni entrenamiento. Pero irá, porque cuando llega a un determinado número de clases -suele estar entorno a las veinte- y aunque tenga el nivel en el que estaba en la tercera clase, irá, aún sabiendo que no debería hacerlo, porque... qué dirán y, además, oye, igual hay suerte. 
Descubre los prejuicios que tiene en el subconsciente a modo de parásitos que se agarran a él con uñas, dientes y sus múltiples patas en cuanto este es sacudido por la fuerzas de la razón y de los hechos. Pero no le da tiempo a librarse de ellos, tiene mucha presión, interna y externa, y el foco principal de la misma en su propia casa. Ha visto las orejas al lobo, pero no le da tiempo a aprender a bailar con él. Y aprobará, después de varios intentos, disgustos, encareciendo el permiso de conducir innecesariamente... Y el miedo se dispara, claro, porque ahora hay que moverse por un estepa llena de lobos, y solo. Y si alguien le acompaña, generalmente, peor; porque no le enseña, le pervierte.
Yo decía muchas veces a los alumnos que si tuviese que tirarme a una piscina en la zona que cubre, sin saber nadar, también pasaría mucho miedo. Pero puedo elegir: no tirarme o aprender a nadar. Parecen las dos únicas opciones lógicas, ¿verdad? Pues no, hay una tercera que es la que elige casi todo el mundo: apenas sé nadar, pero todo el mundo dice que me tire... Bueno, ya aprenderé (¿mientras te ahogas?), igual hay suerte, me ahogo pero la culpa no fue mía... Y toda una sarta de sandeces para justificar una inadecuada decisión porque en realidad sé, que no sé lo suficiente. Pero me tiro igual.
Hay otro importante e irresponsable vector de fuerza que empuja al agua al alumno: papá Estado, que de su mano llamada Ministerio del Interior mueve el dedo índice (siempre acusador) de la Dirección General de Tráfico (DGT). Cualquier persona que ahora tenga hasta unos treinta años de edad ha sido bombardeada desde su más tierna infancia con mensajes negativos -a veces terroríficos- sobre el hecho de conducir. Este es el veneno, pero nos dan el antídoto: átate, no corras, no te drogues, pon el casco y no te pasará nada. De acuerdo no lo dicen así, pero dicen eso. Y si estoy tan profundamente convencido de que dicen eso, es porque pude verlo con mis propios ojos en muchas ocasiones; los alumnos se lo creen y muchos supuestos veteranos conductores, también. Es como si continuando con el ejemplo de la piscina, aparece el administrador y me dice que bueno, aunque no sepa nadar si me pongo el traje de baño y el gorro que él me ordena no me ahogaré. Pero también el alumno comprueba en la autoescuela que solo con eso no basta y que, además, según y cómo hasta es falso.
Sólo en situaciones de guerra muy excepcionales y extremadamente críticas se envían soldados a las primeras líneas de fuego sin la preparación y el entrenamiento adecuados. Pues bien, ese feliz matrimonio que forman Dña. Sociedad y D. Estado ponen a nuestros jóvenes en la carretera de un modo semejante, confiando al engorde de las normas y al control policial que no sean demasiados los que se queden muertos y tullidos.


¡También volará sin miedo!
Puesto que no podemos confiar en nuestros padres, busquemos aunque sea en el más puro instinto de supervivencia de cada cual. Ya que el camino hasta el frente -perdón, a la carretera- no es directo y antes pasamos por un campo de aprendizaje y entrenamiento-perdón, por la autoescuela- es imprescindible y vital aprovechar a aprender y entrenar sin prisa y sin prejuicios. Utilizando el menor tiempo posible, sí; pero sin prisa. Ésta, nos hace perder mucho más tiempo y atropelladamente.
Es evidente e irrefutable que si alguien quiere hacer algo, aunque en sí mismo implique riesgo, cuanto mejor aprenda a hacerlo y cuanto mejor lo haga menos miedo le va a dar.
En busca de la acción perfecta haremos que desaparezca el miedo.

 Esteban

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